Este que ahora escribe tiene 5,25 dioptrías en el ojo derecho y 5 en el ojo izquierdo. De esta forma sería una imprudencia por mi parte salir a la calle sin llevar puestas las lentes de contacto. Sin embargo, con 12 años, siempre intentaba engañar al médico en los reconocimientos escolares cuando hacían la prueba de visión, todo con tal de evitar que me pusieran gafas. Puedo mencionar también una anécdota que me pasó una mañana de verano, mientras paseaba con mi madre por el campo. No recuerdo muy bien el objetivo de ese paseo, aunque por la fecha imagino que iríamos a coger alcaparras. Lo que nunca olvidaré es que en el camino resbalé sobre una roca y me abrí una buena brecha en la barbilla. Seguramente mi madre me dijo que no me acercase a aquella piedra, pero, como en tantas ocasiones, para que un niño se porte mal basta sólo con desafiar su curiosidad y pedirle que se porte bien. Ese día lloré amargamente durante más de dos horas, si bien es cierto que tampoco me dolió demasiado. Por quitarle importancia, mi madre solucionó el incidente poniéndome ella misma unos puntos de esparadrapo, pero toda mi preocupación era lo fea que me quedaría la cicatriz de por vida. Tras numerosos intentos infructuosos por aliviar mi sofocón, la mujer me soltó una de las clásicas frases de madre a la desesperada como último recurso:
“A ver niño, ¿sabes qué te digo? Que por más que llores no te vas a librar de la cicatriz, así que tú verás lo que haces.
Ella no lo sabe, pero en aquel momento me estaba dando la clave para entender casi 20 años más tarde el fundamento de la Terapia de Aceptación Y Compromiso. Con permiso de Hayes y Luciano, dos de los principales valedores de este marco teórico, mi madre ya utilizaba conmigo los principios de esta Terapia de Tercera Generación, emergente e influyente en la psicología actual. Servirían también para entender sus axiomas, frases y metáforas del tipo:
“Si no puedes con el enemigo, únete a él”, “El hábito no hace al monje”, “No por mucho madrugar, amanece más temprano” o incluso otra frase muy de madre que a todos nos han dicho alguna vez: “Niño no llores, que encima te voy a pegar”.
Recordemos las ocasiones en las que ante un problema determinado hemos actuado una y otra vez de la misma forma, con los mismos recursos, cometiendo los mismos errores, y sin darnos cuenta de que tal vez sería más práctico cambiar radicalmente la estrategia. Imaginemos la siguiente metáfora para entenderlo:
Caminando por el campo caemos en un hoyo. Una vez dentro nos damos cuenta de que la única herramienta con la que contamos para salir de él es una pala. Nos empeñamos en utilizarla durante horas y horas. Probamos cavando, amontonando tierra a uno y otro lado, haciendo el agujero más ancho…y al cabo del tiempo, exhaustos, entendemos que para resolver esa situación, necesitaríamos algo más que una simple pala. Una pala que sería maravillosa si tuviésemos que rebajar una montaña, pero que, en este caso, nos resulta insuficiente.
En este punto, quisiera hablar brevemente sobre una condición que en España afecta como mínimo a un 3% de la población (1.350.000 de personas aproximadamente). Se trata del Funcionamiento Intelectual Límite. Esta categoría, describe un rango de Cociente Intelectual comprendido entre 71 y 84, pudiendo solaparse la parte más baja del intervalo con lo que entendemos por Discapacidad Intelectual. De esta forma, se trataría de niños, adolescentes y/o adultos que se encuentran en la Frontera entre ‘normalidad’ y ‘discapacidad intelectual’. Estas personas pueden presentar déficits cognitivos leves y no recibir ninguna atención de servicios especializados durante años, pese a las dificultades que encuentran constantemente para alcanzar objetivos en diferentes períodos vitales. Dificultades que normalmente suelen ponerse de manifiesto por primera vez en la etapa escolar, y que en muchas ocasiones no son consideradas como es debido, perpetuándose y derivando en problemas de adaptación social y experiencias negativas de fracaso. Por esto, se considera primordial la detección de casos de vulnerabilidad de forma precoz en el sistema educativo y el desarrollo de intervenciones que puedan reducir las barreras de acceso a los servicios. Es aquí donde nos encontramos con otra limitación importante a nivel social: ¿Existen hoy en día servicios especializados para atender a personas con Inteligencia Límite? Parece que no demasiados.
Es por ello, por lo que encontramos con frecuencia a chicos y chicas de estas características con enormes dificultades para competir por sus propios medios en ambientes sociales cada vez más complejos y demandantes. Y al mismo tiempo, estos mismos jóvenes no terminan de encontrar su sitio en centros especializados de atención a personas con discapacidad Intelectual. Teniendo en cuenta lo anterior, no es difícil adivinar, y de hecho así lo confirman numerosas investigaciones, que la prevalencia de los trastornos emocionales es probablemente el doble de la que aparece en la población general, y es más frecuente en personas con menos nivel de déficit intelectual. Las situaciones de frustración y de estrés crónico, junto a la baja autovaloración de sí mismos que pueden desarrollar, son causas del aumento de síntomas depresivos en este colectivo.
Sumemos por último el papel de la familia, que en algunos casos puede verse desorientada, y en otros, además, sometida a situaciones prolongadas de estrés y frustración por ver que el niño se hace adulto y no va cumpliendo con las expectativas de éxito que tenían depositadas en él. Es precisamente en este último punto en el que me gustaría poner especial énfasis, relacionándolo con las ideas para la reflexión con las que abría este artículo.
Si bien decíamos que actualmente no existen demasiados recursos a nivel social para atender de forma óptima las necesidades especiales de Personas con Funcionamiento Intelectual Límite, más complicado es aún cuando en la propia familia se ponen resistencias a reconocer o aceptar tal condición. No es extraño que se produzca esta circunstancia, que deriva en constantes experiencias de fracaso y en adultos con dificultades de adaptación y un futuro incierto en los ámbitos personal y profesional. Unos adultos, que antes fueron niños y adolescentes, y que durante años intentaron lidiar en una sociedad competitiva utilizando unas herramientas poco adaptadas a sus necesidades.
En mi caso, hoy agradezco que el oculista descubriese mi trampa y corrigiese mi miopía y agradezco que mi madre me hablase de mis puntos débiles para hacer de ellos oportunidades de superación.

 

José Manuel Chirino Núñez (Psicólogo de los Servicios de día en Paz y Bien, Santiponce)